Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, la Iglesia recuerda y celebra a santa Mónica, modelo de mujer creyente y de madre entregada hasta el extremo.
Su hijo Agustín (doctor de la Iglesia, obispo de Hipona y considerado como uno de los Padres de la Iglesia), vivió una adolescencia y juventud alejada de Dios. Mónica sostenía el camino de su hijo hacia la fe a base de oración, de paciencia y de entrega. Y guardaba la esperanza de que su hijo abrazase el cristianismo como lo hizo su esposo poco antes de morir.
«¡Cuántas lágrimas derramó esa santa mujer por la conversión del hijo! ¡Y cuántas mamás también hoy derraman lágrimas para que los propios hijos regresen a Cristo! ¡No perdáis la esperanza en la gracia de Dios!», expresó el Papa Francisco el 28 de agosto de 2013, en la Misa de apertura del capítulo general de la Orden de San Agustín.
Los ojos de una madre nunca se cierran si uno de sus hijos se aleja de su seno. Mucho más cuando ese hijo vive sumido en una situación difícil. Un día de preocupación, Mónica acudió al obispo de la ciudad y le pidió que hablase con su hijo, para ver si conseguía que cambiase de actitud y de vida. Las palabras del obispo, sin embargo, llevaban la respuesta que Dios nunca había dejado de pronunciar: «Esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas».
Tras mucho tiempo de incertidumbre, sus oraciones dieron fruto y su hijo Agustín recibiría el Bautismo con 33 años, en la Pascua del año 387.
La Iglesia venera a santa Mónica por su perseverancia, su ejemplo y su fe. El propio san Agustín, en sus Confesiones, escribe: «Ella me engendró, sea con su carne para que viniera a la luz del tiempo, sea con su corazón para que naciera a la luz de la eternidad» (lib. 9).
¿Qué nos enseña hoy el testimonio perseverante e incansable de santa Mónica? Su vida, inundada de una confianza en Dios que no conoce fronteras, desea ser un faro de luz eterna para tantos padres y madres que, como esta santa, acompañan con el ejemplo, la palabra, la entrega y la oración el camino de sus hijos.
Ella, quien sufrió primero por la vida desordenada de su marido Patricio y, después, por la de su hijo Agustín, nunca dejó de orar por su conversión y, aunque no siempre lo tuvo fácil, supo esperar contra toda esperanza. Cuando los dos volvieron su mirada a Dios, ella comprendió que su misión estaba cumplida: «Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí, y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?» (Confesiones, lib. 9, 10, 23-11, 28).
Santa Mónica, por todo cuanto fue, vela particularmente por los matrimonios que viven momentos complicados de incomprensión, sufrimiento, desesperación, zozobra y soledad; también de aquellos padres con hijos que atraviesan periodos difíciles y angustiosos.
Antes de morir, la santa contrajo una fiebre muy alta y les dijo a Agustín y a su hermano que enterrasen su cuerpo allí, en la ciudad de Ostia Tiberina, y que no se preocupasen por sus restos mortales. Y solo les pidió un favor: «Que me recordéis en el altar del Señor allá donde fuerais».
Encomendamos a santa Mónica a todos los matrimonios. Y también a la Virgen María para que, por medio de la confianza en la providencia de Dios, Ella nos haga comprender –en los momentos de dificultad– que «para Dios no hay imposibles» (Lc 1, 37) porque su amor permanece siempre, más allá de los cálculos mundanos y de la dureza de un corazón de piedra.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.