Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta Gavicagogeascoa
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, comienza el tiempo de gracia para abrir, sin reservas ni evasivas, el corazón a Dios.
¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!, volvemos a clamar en este Domingo de Ramos, a los pies del pollino que carga con Aquel que señala el camino de la redención, del poder del amor y de la misericordia.
Adentrarse en el espíritu de la Semana Santa supone abandonarse al cuidado de un Dios que se hace carne para llevar nuestras fragilidades, renuncias y pecados en su Cuerpo hasta la Cruz para que, lavados en su sangre y en la entrega de su vida, es decir, en su amor infinito, vivamos con Él y para Él y nunca olvidemos que «con sus heridas fuimos curados (1 Pe 2, 24).
Este tiempo de silencio, prueba y fortaleza en medio de la adversidad se convierte en una oportunidad para dejarse sorprender por el Amado. Si Él pudo hacer frente a tanto dolor y su apasionada respuesta fue devolver bien por mal, redescubrimos que la Semana Santa es un misterio de amor: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego» (Jn 10, 18), dice el Señor.
Así, hemos de preguntarnos cuánta vida entregamos en nuestro quehacer diario y qué testimonio estamos dispuestos a donar durante estos días de Pasión, Muerte y Resurrección. Si Él nos invita y nos reúne para ablandar los corazones endurecidos por el odio, la mentira, la intolerancia, la soberbia y la crueldad, ¿cómo vamos a hacer oídos sordos a su llamada y a su entrega?
Él «nos ha rescatado de la esclavitud de la muerte, ha roto la soledad de nuestras lágrimas y ha entrado en todas nuestras penas y en todas nuestras inquietudes», decía el Papa Benedicto XVI. De esta manera, Dios nos ha regalado su propia vida abrazada a un madero para que seamos capaces de atravesar el apasionado y tantas veces agitado mar de la existencia. Es la nueva alianza en la Sangre de Cristo; es decir, en su vida. Y esa entrega crucificada y resucitada renueva al hombre viejo, porque la muerte se convierte en la suprema manifestación del Amor que se dona a quienes más lo necesitan.
Esto nos recuerda que, si fijamos los ojos en Jesús durante esta semana de pasión y gloria, aprenderemos –con Él y en Él– a superar la adversidad y a afrontar situaciones dolorosas que sobrevengan a nuestras vidas. Porque la resurrección es el fruto de un amor compasivo que genera una esperanza verdadera y que no pasa jamás (cf. Cor 13, 8).
Hoy dejamos atrás el tiempo de Cuaresma, donde hemos caminado durante cuarenta días por el desierto. Hemos pasado de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. Es la libertad del amor que rescata a los sufridos, pobres y desheredados de la tierra, para afianzar su dignidad y resarcir lo que la injusticia les ha sustraído.
Hagamos, de toda vida humana, un eterno Triduo Pascual. Acompañemos al Señor en la Cena del Jueves Santo, sentémonos a su lado, junto a sus discípulos y a sus pobres, y compartamos su Cuerpo y su Sangre en su mesa fraterna; estemos a su lado durante la Pasión del Viernes Santo, cuando pesa el abandono, por si el llanto, el dolor y la tristeza vuelven a inundar el Huerto de los Olivos, y acompañémosle agradecidos para que las tinieblas no nublen un solo ápice de su luz que quiere iluminar a los que viven en la tiniebla de la miseria, el sufrimiento o el desamor; permanezcamos cerca de Él, al albor del Sábado Santo, en silencio, hasta que se encuentre nuevamente en los brazos del Padre, una vez vencida la muerte, proclamado el triunfo definitivo de la vida y, abiertas las puertas del cielo, podamos resucitar –con Él– a una vida nueva.
La Semana Santa nos invita a volver a abandonar todos los cansancios y agobios en los brazos del Señor (cf. Mt 11, 28-29). Y también a aprender de Él, que es manso y humilde de corazón, y es el único descanso verdadero para toda la humanidad. Y, como el discípulo amado, acojamos en nuestra casa a la Virgen María. Ella, mejor que nadie, conoce el precio incalculable del amor.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.