Escucha el mensaje de Mons. Iceta
Queridos hermanos y hermanas:
«La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia» (Diario, 300). Con este pensamiento que el Señor le inspiró a santa María Faustina Kowalska y que escribió en su Diario, hoy celebramos el Domingo de la Divina Misericordia. Una fiesta que desea hacer llegar al corazón de cada persona, tras la Pascua de Resurrección, un mensaje, un encargo, un mandamiento de amor: «Cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia» (Diario, 723).
Un canto a la misericordia, a la compasión desmedida, al perdón infinito. El Señor, a través de la mirada y el corazón de santa Faustina, desea conceder inimaginables gracias a quienes pongan su confianza por entero en sus manos.
«La misericordia es el camino de la salvación para cada uno de nosotros y para el mundo entero», reveló el Papa Francisco en 2022 a un grupo de peregrinos reunidos en el Santuario de la Divina Misericordia de Cracovia, donde hacía veinte años san Juan Pablo II había encomendado al mundo esta advocación. El Papa Wojtyla lo hizo con el «deseo ardiente» de que el mensaje de amor misericordioso de Dios, proclamado allí a través de santa Faustina, «llegue a todos los habitantes de la tierra y llene su corazón de esperanza». Y lo manifestó con unas palabras que aún guardo con especial devoción: «Ojalá se cumpla la firme promesa del Señor Jesús: de aquí debe salir ‘la chispa que preparará al mundo para su última venida’».
Siguiendo los pasos de santa Faustina y de san Juan Pablo II, seamos apóstoles y testigos de la misericordia, vivamos este don como verdaderos hermanos y empapemos este mundo de misericordia. Pero no solo con nuestras palabras, sino ante todo, con nuestra manera de ser y de obrar, con nuestras actitudes y gestos, con nuestras tareas y obras.
Decía san Josemaría Escrivá que Jesucristo nos busca como buscó a los dos discípulos de Emaús, «saliéndoles al encuentro; como buscó a Tomás y le enseñó e hizo que tocara con sus dedos las llagas abiertas en las manos y en el costado» (Es Cristo que pasa, n. 75). Asimismo, «está siempre esperando que volvamos a Él», precisamente «porque conoce nuestra debilidad» (idem). Y ese es el camino para encontrarnos con Él y encarnar su mirada resucitada en la nuestra; desde la fragilidad, desde la pobreza personal, desde ese cuidado al prójimo que no conoce condiciones, ni muros, ni fronteras. Al fin y al cabo, la misericordia debe definir nuestra actitud ante cada persona y acontecimiento de nuestra vida.
Este Domingo de la Divina Misericordia nos invita a compartir a manos llenas el tesoro inagotable que cobija un corazón que se ha dejado cautivar por el Señor. Solo así podremos llegar a construir una sociedad profundamente humana, fraterna, justa y pacífica, que sea capaz de opacar el propio yo para iluminar la entraña de la tierra.
Seamos como Jesús, quien –en la Cruz– otorga su perdón y ora por quienes lo han crucificado (cf. Lc 23, 34.43).
Para abrazar por entero la misericordia y sus obras –tanto espirituales como corporales–, a veces, hemos de acariciar la aspereza de la cruz y caminar por las estaciones del vía crucis hasta llegar a la Resurrección. Así, «en la medida en que nos configuramos con Cristo que se entrega, somos transformados», decía san Bernardo. Por tanto, obrando siempre con santidad y justicia (cf. Mt 5, 20), venceremos la dureza del corazón ante la llamada de Dios.
Le pedimos a María, Madre de la Misericordia, que nos enseñe a confiar plenamente en Dios y que seamos siempre misericordiosos con el prójimo por medio de nuestras palabras, acciones y oraciones. Porque no podemos olvidar que la fe sin obras, «por muy fuerte que sea», como dejó escrito santa Faustina, «es inútil» (Diario, 742).
Con mi felicitación pascual, pido a Dios que os bendiga.