Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta
Queridos hermanos y hermanas:
«Son innumerables las riquezas celestiales que el culto tributado al Sagrado Corazón infunde en las almas: las purifica, las llena de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes todas», afirma el Papa Pío XII en su carta encíclica Haurietis aquas sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús, festividad que celebramos el viernes pasado.
Cuenta la tradición que en el año 1675, el Señor Jesús le dijo a santa Margarita María de Alacoque que deseaba que la fiesta del Sagrado Corazón se celebrara el viernes después de la octava del Corpus Christi. En 1856, la fiesta del Sagrado Corazón tomó la condición de universal.
A menudo, cuando pienso en el Corazón de Jesús, siento que si conociéramos verdaderamente el amor que Dios nos tiene (cf. Jn 4, 10), quedaríamos completamente extasiados ante el Cuerpo Místico de Cristo. El Señor, el Unigénito de Dios que nos estimula a devolverle amor por amor, sólo tiene un deseo: enseñarnos a amar como Él nos ama, también con un corazón profundamente humano. Y así hemos de entregarnos, participando de su Amor por y para todos, viendo a las personas como Él las ve, cuidándolas como Él las cuida, amándolas como Él las ama.
Esa implicación en la santidad de los demás, que nace a los pies de la Eucaristía para quedarse en el corazón del más necesitado, es lo que nos enseña el Sagrado Corazón de Cristo.
Esta «práctica religiosa dignísima de todo encomio», como el Papa León XIII llamaba a la fiesta que hoy conmemoramos, traspasa toda condición, sentido y planteamiento; porque bebe de la fuente que nace de la expresión más humana del Amor, porque rinde homenaje al Sagrado Corazón de Nuestro Señor, a través del cual se nos manifestó el amor eterno de Dios por todos.
El propio san Juan Pablo II, quien fuera un devoto incansable del Sagrado Corazón, llegó a confesar que esta advocación «recuerda el misterio del amor de Dios por el pueblo de todos los tiempos». Una oración que la Iglesia recoge en el Catecismo cuando afirma que «adora al Verbo encarnado y a su corazón» que, por amor a los hombres, «se dejó traspasar por nuestros pecados» (CCC 2669).
Quien guarda en su interior la palabra de Cristo y la derrama sin medida por doquier, descubre que el amor de Dios ha alcanzado en él la plenitud (cf. 1 Jn 2, 4), pues encuentra –en ese mandamiento– todos los demás.
Si hablamos de Dios, hablamos de amor. Y viceversa. No hay gesto de entrega, ni donación desinteresada que pasen desapercibidos para el Corazón de Cristo.
El Padre «amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3,16). Así, «en el Corazón traspasado del Crucificado podemos descubrir la medida infinita de su amor», señaló el Papa Francisco en su discurso del año pasado a los participantes en la Asamblea General de las Obras Misionales Pontificias, que «nos ama con amor eterno» y «nos llama a ser sus hijos y a participar de la alegría que tiene su fuente en Él». De esta manera, recordó cómo viene a buscarnos «cuando estamos perdidos» y cómo nos levanta «cuando caemos y nos hace renacer de la muerte».
El Señor nos muestra el corazón de Dios como el de un Padre que siempre espera nuestra vuelta a casa. Y en ese latido nace el Sagrado Corazón de Jesús, que sale a los cruces de los caminos, que abraza a sanos y a enfermos, a ricos y a pobres, a santos y a pecadores.
Hoy, con María, quien cuidó como nadie el corazón de su Hijo y sufrió en el suyo propio la Pasión, sentimos cómo la caridad de Dios ha sido derramada en nosotros por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado (cf. Rom 5, 5). Y le pedimos que haga de nuestra vida un eterno Magnificat, para que –con santa Teresita de Lisieux– podamos cada día proclamar: «¡Si no puedo ver el brillo de tu rostro o escuchar tu dulce voz, Dios mío, puedo vivir de tu gracia, puedo descansar en tu Sagrado Corazón!».
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.