Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta
Queridos hermanos y hermanas:
«Cada vez que la comunidad cristiana transforma la indiferencia en proximidad y la exclusión en pertenencia, cumple su misión profética».
Hace unos días visité el centro de Parkinson de Burgos y, en todo momento, rondaba por mi corazón esta frase que el Papa Francisco reveló en diciembre de 2022, en una audiencia con motivo del Día Internacional de las Personas con Discapacidad. En ese mismo encuentro, el Santo Padre destacaba que cualquier persona es portadora «no sólo de derechos que deben ser reconocidos y garantizados», sino también de «instancias aún más profundas», como la necesidad de «pertenecer, relacionarse y cultivar la vida espiritual hasta experimentar la plenitud y bendecir al Señor por este don irrepetible y maravilloso».
Hoy, reavivando ese inolvidable momento que viví con los afectados por esta patología neurodegenerativa y renovando el compromiso de la Iglesia de caminar juntos, quisiera que mis palabras fueran todas para las personas con capacidades diversas.
Hablamos sobre todo de la persona y, después, de la discapacidad. Y lo hacemos acentuando su testimonio de entrega y de coraje, de superación, de fortaleza, de participación social, de cuidado y de resiliencia; un testimonio que encuentra su sentido en un amor con una visión inmensamente profunda y sensible de la propia existencia.
En verdad, es incontable lo que las personas con diversidad funcional aportan a las familias, a la humanización de la sociedad y al corazón de la Iglesia. Ellos dan sentido al término Magisterio de la fragilidad que acunó el Papa cuando se refería a ese carisma que edifica y conforma el Cuerpo místico de Cristo: «Su presencia puede ayudar a transformar las realidades en las que vivimos, haciéndolas más humanas y acogedoras». Porque «sin vulnerabilidad, sin límites y sin obstáculos que superar, no habría verdadera humanidad».
Si la Iglesia es la Casa de todos, el corazón de cada uno de los hijos de Dios también ha de serlo. Por eso, hemos de vivir sin excluir, sin apartar, sin desviar la mirada ante el hermano. Porque no podríamos hacer un nosotros sin ellos, quienes conviven en la diversidad funcional y sus familias, los amigos predilectos del Señor. Y si ellos hacen más humano cualquier espacio que habitan, mucho más en la Iglesia, que es el templo espiritual donde Cristo mismo es «piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios» (1 P 2, 4-8).
Ellos son, sin duda alguna, parte de ese «edificio de Dios» que describe el apóstol Pablo; porque «el templo de Dios es santo», y «ese templo sois vosotros» (1 Co 3, 9.17).
Junto al entrañable recuerdo que viví hace unos días en el centro con el que comenzaba esta carta, mientras escribo estas líneas van pasando por mi memoria chicos y chicas en situaciones diversas que, junto a sus familias, han inundado de sentido, de fuerza y de admiración mi vocación; personas con alzhéimer, con esclerosis lateral amiotrófica (ELA), con parálisis cerebral o con síndrome de Down que evocan la imagen bíblica de los árboles que crecen en la ribera del río, uno junto al otro, y producen frutos abundantes (cf. Ez 47, 12). Sois los protagonistas de las historias más admirables que llenan de bondad y esperanza a toda la humanidad.
Sus ojos no caerán y su fruto no faltará, dice el profeta Ezequiel. Y así, del mismo modo, cada uno de estos preferidos del Padre siempre permanecerán custodiados –como lo hace una madre– en el corazón de Dios. Y nosotros nos sentimos tan honrados y enriquecidos al tenerlos codo con codo y paso con paso en el camino de la vida.
No hay pretextos para la santidad más allá del amor, y la mirada bienaventurada de cada una de estas personas nos sitúa muy cerca de María, la Madre del Amor.
Nos encomendamos a Ella, junto a todos aquellos que están atravesando cualquier momento de dificultad, y le pedimos que sea ese vehículo apacible y entrañable de la ternura inenarrable del Salvador. María, la mujer acogedora y la sonrisa más bella de Dios, siempre será para los ojos vulnerables un motivo renovado de esperanza.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.