Queridos hermanos y hermanas:
El día 9, la Iglesia conmemora a santa Teresa Benedicta de la Cruz, copatrona de Europa desde 1998. Edith Stein, carmelita, filósofa y contemplativa judía convertida al catolicismo «en sacrificio de expiación para alcanzar la verdadera paz», tal y como escribió ella misma después de ser trasladada al Carmelo holandés de Echt tras la Noche de los cristales rotos.
Esta santa, enamorada de la fe de san Agustín y santo Tomás, murió abrazada a la cruz de Jesucristo y al sufrimiento de su pueblo en las cámaras de gas de Auschwitz, en 1942. Pero no lo hizo de cualquier manera, porque su fe era más grande que su miedo. Por ello, vivió un martirio que jamás detuvo sus ansias de ser otro Cristo en la tierra: en los campos de concentración cuidó a los niños, consoló a los enfermos y predicó la Palabra para paliar el dolor que lo inundaba absolutamente todo.
«Si te decides por Cristo, se te puede pedir también el sacrificio de la vida», escribió. Esta es la síntesis de una historia «llena de heridas profundas que siguen doliendo aún hoy», confesó el Papa san Juan Pablo II con ocasión de su beatificación en Colonia, el 1 de mayo de 1987. Síntesis, al mismo tiempo, «de la verdad plena sobre el ser humano, en un corazón que estuvo inquieto e insatisfecho hasta que encontró descanso en Dios».
Recuerdo, cuando el Santo Padre la canonizó en 1998, cómo destacó que declararla copatrona de Europa suponía poner en el horizonte del Viejo Continente un mensaje de esperanza y fraternidad basado en una tradición multisecular que bebe del Evangelio y ha configurado nuestra civilización. Una afirmación que nos lleva a recapacitar sobre los grandes desafíos de la Iglesia que peregrina en Europa, el sentido de sus raíces cristianas y el rumbo de la nueva evangelización que nuestro continente urgentemente necesita.
La Iglesia es testimonio y presencia del amor de Dios, sacramento de Cristo. Una Iglesia no puede ser casa de Dios si abandona al que sufre, si pasa de largo ante el herido y si no ofrece todo cuanto es abriéndonos al horizonte del amor de Dios. Así, el principal desafío es aprender el arte de vivir en la verdad de lo que es, de lo que somos, que solo puede realizarse en y por el Amor de Dios manifestado en Cristo.
Dios envió al mundo a su Hijo, «a fin de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna» (cf. Jn 2,16). La Iglesia, por tanto, no existe para sí misma, sino para aquellos que anhelan un hogar entrañable donde encontrar su propia plenitud en el amor de Dios y en la compañía y servicio de los hermanos.
Si la raíz es el Amor, el fruto sólo puede ser aquello que procede de Dios: acogida, misericordia, hospitalidad, respeto y compasión. La Iglesia vive para hacer habitable la tierra según el Amor de Dios, haciendo realidad la petición del Padrenuestro: “Venga a nosotros tu Reino”. Así, en la presencia caritativa, entrañable e insustituible del Amado, ha de hacer –de Europa– un hogar fraterno que tenga la mirada puesta en la Resurrección, de donde brota la verdadera esperanza.
Edith Stein es, hoy y siempre, un reflejo vivo donde poder mirarnos para contemplar la belleza de una Iglesia que manifiesta la alegría del Evangelio que «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Evangelii gaudium, 1).
Con María nace y renace la alegría cada día. Ella nos recuerda que el amor de su Hijo nos apremia (cf. 2 Cor 5, 14) hasta hacernos testigos suyos, «como si Dios exhortase por nosotros» (2 Cor 5, 20). Esta es nuestra esperanza, a la que Cristo nos llama a diario como hijos suyos para decirnos, cuando se presentan la duda o la incomprensión: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.