Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta
Queridos hermanos y hermanas:
Con el lema Id e invitad a todos al banquete (cf. Mt 22,9), hoy celebramos la 98ª Jornada Mundial de las Misiones. Mediante una proposición clara a salir a los cruces de los caminos para invitar a todos a la gran fiesta del Señor, el papa Francisco ha escogido la parábola evangélica del banquete de bodas para conmemorar este Domingo Mundial de las Misiones, el Domund.
La Iglesia «seguirá yendo más allá de toda frontera, seguirá saliendo una y otra vez sin cansarse o desanimarse ante las dificultades y los obstáculos, para cumplir fielmente la misión recibida del Señor», recuerda el Papa en su carta para esta jornada. Y agradece la tarea incansable, valiente y tenaz de quienes, respondiendo a la llamada de Cristo, lo dejan todo «para ir lejos de su patria y llevar la Buena Noticia allí donde la gente todavía no la ha recibido o la ha acogido recientemente».
Como en los albores del cristianismo, todos los bautizados hemos de salir a los caminos, allanar las tristezas y, empapados de compasión y humildad de corazón, proclamar al mundo «la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado» (Evangelii gaudium, 36).
El banquete de la Eucaristía es el punto de partida que nos convierte en discípulos misioneros que irradian luz y prenden el mundo de esperanza; porque llevan cada palabra del Evangelio tatuada en sus entrañas, porque invitan a la Cena sagrada de donde brota la vida verdadera (cf. Jn 10, 10).
En este momento hay 1.126 territorios de misión, que representan un tercio de las diócesis del mundo. En ellos se encuentran el 44 % de las escuelas de la Iglesia católica y el 30 % de sus instituciones sociales (hospitales, orfanatos, residencias …). Merced a los donativos del Domund, Obras Misionales Pontificias ayuda cada año a todos y cada uno de los territorios de misión en nombre del Papa.
Esta jornada trae a nuestra memoria el recuerdo de esas personas que un día dijeron “sí” a dejarse hacer a la medida de Dios y, desde entonces, revestidos con el traje de fiesta de la misión, llevan el amor y la felicidad del Reino a cualquier lugar donde haya un solo resquicio de dolor que necesite ser acompañado.
Entre tantos nombres propios, hoy quisiera hacer mención del beato burgalés Manuel Ruiz y otros siete frailes franciscanos, seis de ellos españoles, así como tres laicos, martirizados en Damasco (Siria) en 1860. Los cristianos del Líbano y Siria eran objeto de persecución violenta por parte de los drusos y, en 1860, destruyeron infinidad de aldeas cristianas y asesinaron a muchos de sus habitantes. La violencia llegó a Damasco, y el 9 de julio asaltaron el barrio donde vivían unos treinta mil cristianos que fueron martirizados. Muchos se refugiaron en el convento franciscano, confiando en la solidez de sus muros. Estos hermanos, que hoy serán canonizados, tras ser atacados y amenazados de muerte, declinaron abandonar a sus feligreses y fueron asesinados sobre el altar de su iglesia. El padre Manuel, que había acudido a la iglesia a vaciar el sagrario, fue obligado a colocar su cabeza sobre la mesa del altar y así fue decapitado. Su cuerpo pudo ser recuperado por los cristianos supervivientes doce días después de la masacre.
El 10 de octubre de 1926 los ocho franciscanos y tres católicos maronitas seglares, víctimas de la misma persecución, fueron beatificados en la basílica vaticana por el Papa Pío XI. Hoy me encuentro en Roma, junto a un grupo de peregrinos burgaleses, participando en la Misa de canonización presidida por el Papa Francisco y, de esta manera, serán inscritos en el libro de los santos.
Fray Manuel Ruiz, que abre la causa, nació el 5 de mayo de 1804 en San Martín de las Ollas, una pequeña localidad en el norte de la provincia de Burgos, en el arciprestazgo de Merindades. Durante diez años fue profesor de latín y hebreo en nuestro seminario conciliar. Su testimonio nos recuerda que «el Reino de Dios está cerca» (cf. Mc 1, 15) y, por tanto, urge ser portavoces del Evangelio y semillas vivas que difundan pacientemente (era conocido como Padre Paciencia) el mandamiento del amor. Hemos de serlo desde el servicio, teniendo a Dios como faro y destino: Él entregó a su Hijo único «para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3,16).
Pedimos a la Virgen María, madre de las misiones y madre nuestra, que interceda por quienes hoy consagran su vida a la misión y por todos nosotros, que somos enviados a anunciar el Evangelio «como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello y ofrece un banquete deseable» (Evangelii gaudium, 14).
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.