Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta
Queridos hermanos y hermanas:
Ven, Señor Jesús, e infunde en nuestra vida la esperanza de tus ojos, la que nunca falla ni defrauda, la que jamás aparta su corazón del pesebre de nuestra fragilidad.
Con esta oración que nos compromete a ponernos por entero al servicio del corazón de Cristo Jesús, quisiera dar la bienvenida al tiempo de Adviento que hoy comenzamos y que inaugura el año litúrgico. Cuatro domingos para preparar el nacimiento del Señor, para celebrar la Navidad.
«Durante estas cuatro semanas, estamos llamados a despojarnos de una forma de vida resignada y rutinaria y a salir alimentando esperanzas para un futuro nuevo», recodaba el papa Francisco durante el Ángelus en diciembre de 2018. Una invitación, sin duda alguna, que volvemos a hacer vida en nuestro camino, porque sólo desprendiéndonos de nuestro yo y entregando hasta la última fibra de nuestro ser podremos parecernos a Aquel que nace, una vez más, para que podamos abrazar la plenitud del Amor.
Este tiempo de andadura, servicio y misión, nos invita a seguir la senda del Señor, a acompañar sus caminos y a transitar sus pisadas para abrazar un compromiso concreto: el de estar cerca de quien necesita ser querido como nunca le pudieron querer o ser cuidado como nunca le pudieron cuidar.
Empecemos por ahí, dándonos sin medir la talla del cansancio, aunque solamente sea un poco; a veces, una migaja de fe puede cambiar un corazón cansado, quebrantado y humillado. Y si Él nunca lo desprecia (cf. Sal 31), ¿acaso no tendremos que hacer nosotros lo mismo? Sólo así podremos vivir una Navidad auténtica que haga, del pesebre, nuestro hogar, nuestro reino, nuestro vivir.
Jesús, quien lo hace todo nuevo (cf. Ap. 21, 5), anhela que preparemos este camino junto a Él. Comencemos por la oración humilde, continuemos por el perdón –tanto de uno mismo como del Señor– y concluyamos este andar sanador hacia la Navidad con actos de caridad que, dóciles al Espíritu, conserven el precioso arte de amar para que Él crezca mientras nosotros disminuyamos (cf. Jn 3, 30).
La oración es el principio que derrama su plegaria en aquel que anhela con todas sus fuerzas abandonar por un tiempo su soledad, aunque solamente sea con lo pobre de nuestro ser.
«Cristo será todo en todos» (Col 3, 11) y no quiere que se pierda ninguno mientras nosotros llevemos su nombre grabado a fuego en las entrañas. Visitemos a ese anciano que hace tiempo que no recibe a nadie en su hogar, vayamos a esa habitación de hospital a confortar a ese enfermo que apenas tiene con quien compartir su dificultad, salgamos para abrigar la soledad de quienes viven la pobreza de afectos, llamemos a ese amigo que perdimos por el camino o a ese familiar con quien lo compartimos todo y hace tiempo que comenzó a enfriarse la relación.
La Iglesia «necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario» (Evangelii gaudium, n. 169). Por tanto, nunca es tarde para volver a escribir las Obras de Misericordia en el diario de nuestra vida.
Y este tiempo de conversión, espera y esperanza, es una oportunidad especial que nos ofrecen el Hijo de Dios hecho hombre, el «sumamente amable que nos atrae hacia sí con lazos de amor» (EG, 167), y la Virgen María, en cuyo seno Dios se hizo carne, para que aprendamos a quitarnos las sandalias ante la tierra sagrada del hermano que siempre debe ser el objeto de nuestra mirada y nuestro abrazo (cf. Ex 3, 5). Y de este modo, llegaremos al portal de Belén con el corazón preparado para adorar al Niño Dios y tomarlo en nuestros brazos bajo la mirada materna de la Virgen María y el cuidado paterno de San José.
Con gran afecto, os deseo un feliz y santo tiempo de Adviento.