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Queridos hermanos y hermanas:

 

Esta semana hemos celebrado la solemnidad de la Asunción de María, la victoria de Dios en la Virgen sobre la muerte, tras la Resurrección de Jesús.

 

Esta festividad, que adorna todos y cada uno de los rincones de nuestra Iglesia, nos lleva al papa Pío XII, quien en 1950 proclamó este dogma recogido por el Concilio Vaticano II como una inconmovible verdad de fe. Así lo expone el Catecismo de la Iglesia Católica: «La Santísima Virgen María, terminado el curso de su vida terrenal, fue llevada a la gloria del cielo en cuerpo y alma. Allí ya participa en la gloria de la Resurrección de su Hijo, anticipando la resurrección de todos los miembros de su cuerpo» (CEC, 966).

 

María es el consuelo de todo un pueblo que está en marcha, que se adentra en cada surco del camino, que se compromete –todas las veces que sea necesario– hasta que alcance la plenitud en la gloria futura del Cielo.

 

Esta celebración adquiere un sentido teológico inmensamente profundo, pues pone en el centro la esperanza en medio de una sociedad bañada con frecuencia por la inquietud y la incertidumbre. Cristo ha vencido al sufrimiento y a la muerte, y su Madre es la primera que participa de esa victoria de su Hijo, siendo elevada también en cuerpo y alma a la gloria: «La Virgen Inmaculada que había sido preservada de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida terrenal, fue llevada en cuerpo y alma hacia la gloria del cielo y exaltada por Dios en calidad de Reina del universo, para que tuviera una más plena semejanza con su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen Gentium, 59).

 

María es glorificada como primer fruto de la Pascua de Jesús, incorporada a su victoria. Este triunfo es primicia de nuestra salvación, y nos recuerda que algún día, con Ella, nosotros también podremos alcanzar la anhelada resurrección.

 

Hoy, cuando muchas personas intentan adentrarse en este misterio de amor, manifestamos que es posible la resurrección. Son incontables las maneras de alcanzar este amor, hecho vida en la Santísima Trinidad. Estos días lo descubro en aquellos que realizan voluntariados o peregrinan hacia algún lugar donde les espera la mano compasiva de Dios, mientras caminan tras las huellas de María o de algún santo.

 

«Es la primera vez que hacemos el Camino y sólo podemos dar gracias a Dios por este regalo. Cada paso es una bendición que nos acerca al corazón del apóstol. No se olvide de rezar por nosotros». Este mensaje me llega de un grupo de seminaristas que está realizando el Camino de Santiago, un viaje que –quien lo realiza– descubre que se equipara mucho al camino de la vida.

 

Somos caminantes y peregrinos que recorren, tras las huellas del único Camino, para encontrar la Verdad que dé sentido a nuestra Vida. Encontraremos dificultades para llegar al final, cuestas difíciles de subir, obstáculos que a veces parecen insalvables, contrariedades que pondrán a prueba nuestra capacidad y, por supuesto, nuestra fe. Pero la meta colmará de sentido todo el esfuerzo.

 

He realizado el Camino de Santiago en tres ocasiones, pero cuando en una ocasión lo hice junto a personas con alguna discapacidad descubrí esa presencia amorosa de Dios que lo inunda todo de sentido. Qué importante es la humildad para acoger y ofrecer la mano, para dejarse caer en los brazos de otro hermano cuando el camino de la vida se haga demasiado duro…

 

Que esta fiesta de la Asunción de la Virgen María nos ayude a elevar nuestra mirada al Cielo, sin olvidar a los hermanos más necesitados que habitan esta Tierra. Que su «sí» colme de esperanza nuestras vidas, nuestros corazones y nuestra fe. Santa María de la Esperanza, ¡ruega por nosotros!

 

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos