
Queridos hermanos y hermanas:
Damos la bienvenida al Adviento, un tiempo en el que la Iglesia nos invita de nuevo a esperar y descansar en el costado de Cristo y a afinar el corazón para reconocer –en la luz taimada de la proximidad del invierno– la visita silenciosa de Dios.
Adviento no es, simplemente, un recuerdo litúrgico ni mucho menos una espera meramente sentimental; es la certeza fehaciente de que Alguien viene y, al llegar, transforma por completo nuestra manera de mirar, de servir y de vivir. «Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa, si al atardecer, a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer» (Mc 13, 35), nos recuerda el Evangelio. Una vigilancia y una espera que no nacen del miedo o de la incomprensión, sino del verdadero amor que aguarda todo el tiempo que sea necesario a su Amado.
Adviento es la escuela del mirar como Cristo mira, es el hogar de la esperanza, es el tiempo en el que la Palabra encarnada nos alumbra para poner los ojos donde Él los pone: en la fragilidad que espera consuelo, en los gestos que sostienen la vida, en la añoranza que reclama una visita que tarda demasiado tiempo en llegar.
Adviento es un paso silencioso que nos invita a redescubrir, una vez más, que Dios no entra en la historia por la puerta ruidosa del poder y la riqueza, sino por la pequeñez, la vulnerabilidad y la pobreza de un humilde pesebre. Por eso, cada fragilidad humana ha de ser para nosotros un santuario donde Dios se complace en nacer.
A la luz de este sentir, nos adentramos hoy en el Jubileo de las personas con discapacidad, que este año resplandece en Roma y que ilumina esta gozosa celebración. No es casualidad –porque nada en Dios sucede al azar– que el primer domingo de Adviento coincida con esta celebración; es como si el Señor quisiera recordarnos que su venida se reconoce, sobre todo y de un modo particular, en aquellos cuya vida es un evangelio precioso, sin palabras, de su incalculable amor.
León XIII escribió que «la dignidad humana no se mide por la fuerza ni por la utilidad, sino por ser imagen viva de Dios, impresa en toda persona» (Rerum novarum, n. 40). Por eso, cuando la Iglesia celebra hoy este jubileo, nos recuerda que para Dios todos son imagen de su Hijo, que sonríe a través de quienes han aprendido a amar en la fragilidad, que Él transforma en horizontes de gracia, alegría y plenitud; siempre desde la comunión, porque la dignidad de cada persona no es un añadido moral, sino una realidad consustancial y un lugar teológico, una tierra sagrada donde Dios se revela de modo particular.
San Francisco de Asís recordaba, tanto con su palabra como con su vida, que «allí donde hay misericordia, allí está Dios». Y cuán grande es el don para nosotros que habita en quienes viven con capacidades diversas. Ellos son maestros en humanidad, discípulos predilectos de Jesús y sacramento vivo de la esperanza que brota en medio de un mundo, a veces, cansado.
En este tiempo de Adviento aprendemos a esperar, y las personas con discapacidad nos enseñan de verdad a esperar bien: con su ritmo personal, con sus desafíos. En ellos Dios se hace profundamente humano y en cada una de sus vidas Cristo se nos revela como fortaleza y esperanza.
Le pedimos a María, Madre del Adviento, que nos acompañe en este tiempo que prepara para la Navidad, que nos tome de la mano y nos lleve al pesebre del Niño de Belén, donde la fragilidad se vuelve espléndida belleza y donde toda vida vulnerable revela el latido incansable del amor de Dios.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.






