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Queridos hermanos y hermanas:

 

¡Feliz y Santa Navidad! Os expreso este deseo desde lo más profundo de mi corazón, no como un gesto amable y formal que repetimos cada año, sino como una proclamación especial de entrega, esperanza y fe.

 

Decir Navidad es volver a casa, es saberse una vez más en los brazos de Aquel que rompe las ataduras del mundo para enseñarnos que la pobreza se convierte en riqueza cuando brota del amor –y viceversa.

 

Decir Navidad es confesar que Dios no ha permanecido oculto ni al margen de la historia, sino que ha entrado en ella hasta el fondo, hasta transformarla por completo y cambiar, para siempre, nuestra fragilidad en fortaleza, nuestro llanto en alegría, nuestra nostalgia en gozo.

 

Decir Navidad es reconocer que el Infinito ama los límites, que el Viviente sigue aceptando el pesebre como morada y que el Creador ha asumido la carne para ser eternamente humano. Desde aquella noche en Belén, la historia ha quedado definitivamente tocada por Dios.

 

La Navidad no es un recuerdo piadoso, ni una escena entrañable detenida en algún rincón del pasado; es un misterio que se hace presente ahora, un paso hacia un lugar que nos sobrepasa, un abrazo definitivo con el Verbo encarnado (cf. Jn 1, 14). Él asumió nuestra propia carne, con todo lo que eso significa (fragilidad, soledad, cansancio, lágrimas, muerte) para redimirla desde lo profundo, en una entrega heroica, solamente por amor.

 

Con el nacimiento del Salvador, se revela –a corazón abierto– la plenitud de nuestra fe: Encarnación y Redención son inseparables. Porque Dios no se hace hombre únicamente para acompañarnos, sino para salvarnos y transformarnos para siempre. «Lo que no es asumido no es redimido», decía san Ireneo de Lyon; y, en el Niño de Belén, Dios asume la condición humana para sanarla y devolverle su dignidad.

 

En el establo ya está presente la Cruz, una Cruz iluminada por la Pascua. Las telas con las que fue cubierto Jesús son profecía del sudario, la madera del pesebre anticipa el Madero del Calvario, el «sí» de María predice su último beso tras la Pasión antes de que su Hijo amado vuelva a los brazos del Padre.

 

En María, la humanidad responde a Dios con confianza, porque ofrece su carne para que Dios se haga carne: Ella ofrece su vida para que Dios asuma la nuestra. En José, la redención avanza a través de la fidelidad escondida, de las decisiones humildes, del amor que no busca ningún protagonismo. Por eso, entre el «sí» de María y la fidelidad de José, Dios establece un puente y encuentra su hogar. Y, al encontrarlo, convierte la historia humana en lugar de salvación. Y en el centro de este misterio nace Jesús, el Hijo eterno del Padre. Con su nacimiento, Dios se deja tocar, comprender y amar; y por medio de Él, el ser humano se descubre infinitamente valioso, cuidado y amado.

 

En Belén comienza la entrega total del Hijo al Padre, pues «siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8, 9), como escribe san Pablo. Así, Belén ya no es sólo un horizonte más en el mapa: es el signo de que Dios puede nacer allí donde todo parece pequeño y pobre.

 

Y esta es la gran esperanza de la Navidad, que Dios continúa encarnándose en las vidas de los hombres y las mujeres de hoy, y sigue redimiendo lo que parecía roto, arruinado o perdido. El Señor no exige respuestas, sólo pide confianza. Que esta Navidad nos devuelva el asombro, la alegría y la esperanza, y escriba en el corazón el mayor deseo del Padre: Dios se ha hecho Niño para que volvamos a ser hijos y hermanos.

 

Con gran afecto, os deseo una Feliz y Santa Navidad y pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos