Sin saber muy bien cómo, la vocación misionera fue despertándose en el corazón de José María Rodríguez Redondo. Fueron como «pequeños pasos de un compromiso» que se fue ampliando desde su grupo de jóvenes de la parroquia a su entrada al seminario o su implicación con la pastoral gitana. Tras ser ordenado sacerdote, ingresó en el Instituto Español de Misiones Extranjeras hasta que fue enviado a Tailandia, donde ha permanecido treinta años. «La entrega siempre ha estado asegurada» porque –dice– «el Señor me llama y sostiene».
Chema, como sus amigos le conocen, ha trabajado en el continente asiático «con mucho miedo y respeto», en un contexto de abrumadora mayoría budista, el 92% frente al 0.5% que representan los católicos. «Es una Iglesia muy minoritaria, donde he sentido la presencia de Dios de una forma mucho más diferente de la Iglesia en España», explica. Allí, en una Iglesia reducida, ha descubierto que «ser misionero no es lo que hago, es lo que soy» y su trabajo se ha traducido en «saber estar», sobre todo, «estar cercano a la gente, compartiendo el día a día» en lo que él llama un «diálogo interreligioso de la vida, de la acción». «Participamos en la vida ordinaria con respeto, favoreciendo la convivencia y eso lo hacen de diez las comunidades pequeñas de 30 o 40 cristianos en un pueblo budista: colaborando mutuamente, organizando, ayudándose», explica. «No vamos como francotiradores, y lo hacemos siempre en equipo, con otros sacerdotes, porque juntos vamos más lentos pero llegamos más lejos».
Chema es uno de los 456 misioneros burgaleses que están distribuidos por los cinco continentes y que, ante el día del Domund, invitan a colaborar económicamente con su labor evangelizadora y de promoción humana. El año pasado, Burgos envió más de 180.000 euros a través de Obras Misionales Pontificias para colaborar en distintas acciones en alguno de los 1.131 territorios de misión que existen en el planeta.
«La ayuda llega, yo he sido testigo de la providencia», explica Carmen Manso Unquera, religiosa teatina de la Inmaculada Concepción. Desde los 15 años anheló poder ser misionera y, tras ingresar en la congregación y trabajar como maestra, tuvo que esperar hasta los 42 hasta que por fin alcanzó su sueño: «Fue un cambio brusco, cambié Barcelona por ese calor y ese color», recuerda.
Rescatar a las mujeres
Durante los treinta años que ha vivido en África, el trabajo de esta mujer ha estado en contacto con la esclavitud. No sólo porque Benín fue otrora lugar de captación de esclavos, sino porque ha rescatado a muchas mujeres de ser vendidas por parte de sus familias. «Tienen costumbre de cambiar a las hijas por dinero o incluso las entregan como un regalo y nosotras hemos trabajado por cambiar esta costumbre». Por su casa han pasado más de 150 chicas, muchas de ellas ahora son «mujeres con cargos importantes» porque «han podido escapar de esto». Entre ellas se corría la voz de que las monjas las rescataban, las educaban y salían de su casa con una vida nueva.
Su misión estaba cerca de un gran hospital que en los años 70 impulsaron los Hermanos de San Juan de Dios. Muchas veces, su Toyota ha servido de «ambulancia» para trasladar a las mujeres al centro sanitario. También han promovido campañas de vacunación y charlas de formación para enseñar a las madres a nutrir a los niños y prevenir enfermedades. Todo ello, sin olvidar su vocación esencial: «Cuando íbamos a los poblados lejanos procurábamos ayudar. Las monjas íbamos a dar la catequesis, a anunciar que Dios es amor y quiere nuestro bien».