Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, con el entrañable recuerdo del Papa Francisco, celebramos el Domingo de la Divina Misericordia. No es casualidad que el Señor le haya llamado a su presencia en este tiempo pascual, cuando celebramos el triunfo de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado.
La fragilidad del Papa, agravada por su enfermedad en estos últimos meses, nos ha enseñado a poner por encima de todas las cosas la confianza en el Señor. Sin dejar de servir a la Iglesia, se ha hecho uno con Cristo, padeciendo su dolor crucificado, viviendo su particular pasión y cargando con su cruz. Y lo ha hecho con una humanidad capaz de escribir lo que sus manos han sembrado durante sus años de Pontificado: «La misericordia es el corazón mismo de Dios» (Audiencia general, 18 de mayo de 2020).
Ahora, bañado por la gracia de la Pascua y del perdón resucitado, ha llegado a la Casa del Padre. Porque la misericordia, como nos ha enseñado él insistentemente, es el centro de la vida cristiana. Y «sólo recibiendo el perdón de Dios, nosotros a su vez nos volvemos capaces de perdonar», confesaba.
En el año 2021, durante este Domingo de la Divina Misericordia, rememoraba que Jesús Resucitado se presenta ante los discípulos varias veces para consolar con paciencia sus corazones desanimados: «Realiza, después de su Resurrección, la “resurrección de los discípulos”. Y ellos, reanimados por Jesús, cambian de vida». Los transforma en la Pascua, los introduce en la misericordia, los hace de nuevo. Y ellos, «misericordiados, se vuelven misericordiosos», afirmaba el Papa.
Con estas palabras, quisiera hoy conmemorar esta celebración del perdón divino, que desinstala todas las cuentas del mundo para inscribir, en el corazón de la Historia, que Dios nos ama con un amor incondicional; mucho más, incluso, de lo que nosotros mismos somos capaces de amarnos.
Dios, en Cristo, nos perdona. Incluso aquello que no somos capaces de comprender. Y lo hace por medio de sus heridas (cf. 1 P 2,24), que curan cualquier dolor insufrible e incomprensible con el manto de la misericordia. Sus llagas «son los caminos que Dios ha abierto completamente para que entremos en su ternura y experimentemos quién es Él, y no dudemos más de su misericordia», afirmó el Papa en la mencionada celebración. «Adorando y besando sus llagas descubrimos que cada una de nuestras debilidades es acogida en su ternura» (II Domingo de Pascua, 11 de abril de 2021).
Os invito a contemplar este sentir del Papa que nos lleva directamente a la Divina Misericordia que contemplamos en la Eucaristía, el sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo –junto con su Alma y Divinidad– para la vida del mundo. Ahí, Jesucristo vivo y glorioso, bajo las apariencias del pan y del vino, nos dona su Cuerpo llagado y Resucitado.
«Lo tocamos y Él toca nuestra vida», afirma el Papa, y hace descender el Cielo en nosotros: «El resplandor de sus llagas disipa la oscuridad que nosotros llevamos dentro. Y nosotros, como Tomás, encontramos a Dios, lo descubrimos íntimo y cercano, y conmovidos le decimos: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). Y todo nace aquí, en la gracia de ser misericordiados».
Nuestras capacidades son nada si no dejamos que Dios las sostenga, las habilite, las cuide. Así, a ejemplo de los discípulos, podremos ser testigo de una misericordia que nos hace hermanos con «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32), que se quieren sin condiciones y que todo lo tienen en común.
De la mano del Papa, preguntémonos, en este momento, de qué manera podemos ser misericordiosos. Quizá, el camino comienza cuando vemos en las llagas de los necesitados, las llagas del propio Jesús, y viceversa. Así lo vivía santa Faustina Kowalska, la religiosa que ofreció todo cuanto tenía –en cuerpo y alma– por la conversión de todos, especialmente por aquellos que perdieron la fe en el perdón de Dios: «Los insignificantes sacrificios cotidianos, son para mí como las flores del campo con las cuales cubro los pies del amado Jesús. A veces, comparo estas pequeñeces con las virtudes heroicas, porque para su incesante continuidad exigen heroísmo» (Diario 208).
Tenemos un Padre común y somos hermanos y herederos de un mismo legado. Si san Juan Pablo II instituyó esta fiesta para que se celebrase en toda la Iglesia, pongamos la vida en pos de esta herencia y seamos testigos de este amor que muestra el verdadero rostro de Dios: donde nace la credibilidad de la Iglesia, a través de las obras de Misericordia.
Que la Virgen María nos renueve con la Sangre y el Agua que brotaron del Corazón de Jesús, para que nunca nos cansemos de bañarnos en ese manantial de misericordia infinita.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.