
Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta
Queridos hermanos y hermanas:
La santidad no es un ideal distante ni una meta lejana reservada únicamente a unos pocos; es la vocación común de todo bautizado, la llamada misma de Dios a nuestra existencia, escrita en lo más profundo de nuestro ser desde el momento en que fuimos hechos hijos suyos.
El tiempo litúrgico que estamos celebrando nos va acercando a la solemnidad de Todos los Santos, que celebraremos el próximo sábado: una fiesta grande donde la Iglesia, peregrina y celestial, se contempla a sí misma colmada de rostros, hechos vida en miradas conocidas y anónimas, cercanas y antiguas, bañadas por la misma luz de Cristo, el Santo de Dios.
En Cristo, la santidad se hizo carne y acampó entre nosotros. Seguir su camino como discípulos y contemplar admirados su testimonio supone descubrir que todos estamos llamados a ser partícipes de esa vida divina, a dejarnos configurar por Él y a transfigurar el mundo desde nuestra fidelidad cotidiana.
Cada vida humana está destinada a reflejar la gloria de Dios, a cultivarse en lo cotidiano, en la fidelidad sencilla, en la caridad amable, en la alegría de quien ama sin esperar una sola respuesta que apacigüe su cansancio.
Cada año, al conmemorar esta comunión luminosa, el Espíritu nos invita a redescubrir esta insondable verdad del Evangelio: que todos, sin excepción, estamos llamados a ser santos.
El Concilio Vaticano II nos recuerda que «todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (Lumen gentium, 40). Al hilo de este llamamiento personal, el papa León XIV nos exhorta a aspirar a grandes cosas, buscando y llevando la santidad a cualquier rincón donde habite un rostro humano, tal y como manifestó durante la Misa de clausura del Jubileo de la Juventud, el 3 de agosto de 2025, en la explanada romana de Tor Vergata, ante más de un millón de jóvenes de todo el mundo: «No os conforméis con menos; entonces veréis cómo la luz del Evangelio crece cada día en vosotros y a vuestro alrededor».
La santidad no es una meta lejana, sino una llamada concreta y transformadora, que cada uno de nosotros puede vivir aquí y ahora secundando la gracia de Dios que se derrama sobre nosotros con abundancia. ¿Cómo podemos hacerlo? Cambiando la realidad desde dentro como levadura que fermenta la masa, tornando cada circunstancia en un acto de servicio y siendo transparencia pura del Amor como lo fue la vida terrena de Jesús de Nazaret.
En Él, el servicio dejó de ser un ideal para hacerse carne concreta. Seguir su estela y recorrer sus pasos supone transitar el único sendero donde la santidad no se mide únicamente por las obras externas, sino ante todo por la profundidad del amor que las habita.
El Señor «nos quiere santos», y «no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada», dejó escrito el papa Francisco en el número 1 de Gaudete et exsultate. Una santidad que hemos de vivir en las personas que caminan a nuestro lado, en la madre que acompaña a su hijo con paciencia, en el amigo que escucha sin tiempo ni juicio, en el compañero de trabajo que, de manera callada, sostiene los días más cansados, en el vecino que ayuda sin esperar ninguna recompensa, en la anciana que reza por un enfermo sin que nadie lo sepa… También en aquellos con quienes inopinadamente nos cruzamos, un gesto de bondad, una sonrisa o una palabra de aliento, pueden ser semilla de santidad.
El Evangelio se encarna en la vida sencilla y en la entrega amorosa que hace germinar raíces profundas de eternidad. Le pedimos a la Virgen María que reavive en nosotros este deseo de vivir el Evangelio sin rebajas, para que siempre tengamos presente que ser santo es, en definitiva, dejar a Cristo vivir en nosotros transformándonos por dentro y, a la vez, que el mundo, al mirarnos, descubra en nuestra mirada un reflejo de su amor incondicional.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.






