Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, con el lema Arriesgan su vida por el evangelio, celebramos el Día de Hispanoamérica. Esta jornada recuerda, cada año y de manera especial, a los sacerdotes españoles que han dejado atrás sus diócesis de origen para poner por entero su vocación de servicio y entrega en la Iglesia que peregrina en Iberoamérica. Asimismo, no podemos dejar en el olvido que esta jornada también rememora el trabajo incansable y regalado que tantos miembros de la vida consagrada y laicos llevan a cabo en distintas tierras de misión, en todas las partes del mundo.
Un día que no solo nos ayuda a la conversión del corazón, sino que, además, descubre y saca a la luz los lazos que nos unen a Hispanoamérica; una historia que nos une desde hace siglos y que se hace realidad merced a los lazos que estrechan el corazón de tantas familias y proyectos comunes que nos cobijan bajo la atenta mirada del Evangelio.
El lema de esta jornada «es una forma de afirmar la llamada que, como sacerdotes, hemos recibido por parte del Señor», destaca el cardenal Robert Prevost, presidente de la Pontificia Comisión para América Latina. Asimismo, supone «vivir eucarísticamente al servicio de todos» y, en especial, «de los más pobres». Esta manera de «abrazar en serio el amor que encontramos en Jesucristo» exige ofrecérsela a todos «para la salvación del mundo».
Son muchos los misioneros españoles que entregan la vida por el evangelio en Iberoamérica. En la actualidad, hay 150 sacerdotes españoles de la Obra para la Cooperación Sacerdotal Hispanoamericana (OCSHA), y 13 de ellos pertenecen a nuestra archidiócesis de Burgos. Un dato que habla, en cifras, de la inmensa labor de estos consagrados al Amor que viven por y para ser reflejo suyo, amando como Él ama y llevando su mensaje hasta los confines de la tierra.
El Papa Francisco, en Evangelii gaudium, muestra la senda que el Señor dispone para nuestras vidas: «La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad» (10). No hay otra manera de compartir la misión, pues si vivimos eternamente sedientos y en la orilla, sin mojarnos siquiera los pies, jamás podremos ser testigos del agua viva que desea bañarnos con su amor para hacernos samaritanos y enteramente suyos (cf. Jn 4, 5-42).
Esta sed que reúne al Señor con la mujer samaritana junto al pozo de Siquem, rompe todos los esquemas y normas establecidas, y nos anima a hacernos encontradizos de los hermanos que más nos necesitan.
Por ello, además de agradecer la inmensa labor de tantos sacerdotes, religiosos y laicos, deseo dar la bienvenida a aquellos hermanos que vienen de aquellos países para ser acogidos en nuestros hogares. Porque, merced a los dones que ellos ponen al servicio de nuestras parroquias y comunidades, se convierten en un don valioso para reavivar nuestra fe. La entrega de estos hermanos nuestros que también dan su vida por el evangelio, nos ayuda a revitalizar la nuestra. Solo tenemos que confiar y dejarnos modelar para que Dios haga su obra también en nosotros.
Ponemos este día de Hispanoamérica en las manos de María, Virgen y Madre de estos misioneros que, con su testimonio, hacen una llamada a la fraternidad y a la comunión eclesial que cruza los mares y aúna los continentes. Y le pedimos a Ella, quien se mantuvo –con una fe inquebrantable– junto a la Cruz hasta recibir el alegre consuelo de la Resurrección, que nos ayude a todos a predicar el Evangelio de la vida que vence al temor, la oscuridad y la muerte.
Vale la pena el esfuerzo de amarse y de amar el don de la belleza que no se apaga, que es Dios, manifestado en Cristo muerto y resucitado. Verdaderamente, «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 12-17).
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.