Queridos hermanos y hermanas:
Escribo estas líneas desde el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes, donde estoy de peregrinación enfermos y personas mayores de nuestra archidiócesis burgalesa.
Sumergido en pleno corazón de este valle rebosante de fe, consuelo y esperanza, y acompañando a estos tan queridos hermanos y hermanas que son gigantes en el testimonio diario de amor, tan solo puedo confesar que la Virgen nos acompaña materna y silenciosamente en los desafíos que todos tenemos que afrontar en nuestra vida cotidiana.
Mirar a los ojos de la Virgen desanuda cualquier desaliento o malestar, porque su compañía es bálsamo, alivio y paz. Y aquí, a los pies de la Gruta, uno percibe el inmenso regalo de su amor incondicional.
Bajo este manto de amor materno es sencillo rememorar cómo Dios «escoge a lo débil a los ojos del mundo para confundir las vanidades del mundo» (1 Cor 1:27). Las palabras de san Pablo, quien manifiesta que Dios escoge lo más «débil» para confundir a los sabios y fuertes, adquieren un valor que sobrepasa la razón. Para Jesús, su prójimo es aquel que yace ante la dureza de la vida o del desamor (cf. Lc 10, 29 ss); y cada uno de sus gestos nacía y moría en el corazón de los necesitados.
Rodeado de los queridos enfermos, personas mayores y acompañantes, permanezco en silencio frente al lugar donde se le apareció la Inmaculada Concepción a santa Bernardita, pastora sencilla y humilde, canonizada por la Iglesia en 1933. La Gruta, fuente de gracia que brota de manera incesante para toda la humanidad, acoge sin excepción a cualquier corazón en busca de consuelo.
¿Cómo puede caber tanto amor en un sitio tan pequeño?, me pregunto, mientras observo cómo miran los peregrinos la imagen de la Virgen, que permanece con rostro acogedor, dócil y orante. Quienes están aquí presentes sobrepasan –ante nuestros ojos y nuestro entendimiento– cualquier tipo de razón, permanecen quietos con una paz que lo inunda todo. Y también los acompañantes, a quienes debemos siempre reconocer y agradecer de manera especial su servicio; sin un mal gesto y con gran delicadeza sirven por amor y ofrecen, en cuerpo y alma, todo cuanto tienen a los enfermos.
En ellos y con ellos, recuerdo la invocación preferida de Bernardita, que pronunció mientras rezaba el rosario junto a su familia tras encontrarse con la Señora: «Oh, María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que acudimos a ti». La Virgen, que es la salud de todos los enfermos, acompañó a Jesús en el camino del Calvario y permaneció junto a la Cruz, participando íntimamente de su pasión. Y así lo sigue haciendo con nosotros, siervos frágiles, a veces cansados, tan necesitados de su generosidad…
«La Iglesia reconoce en los enfermos la presencia de Cristo sufriente», dijo el Papa Francisco en su mensaje difundido con ocasión de la 22a Jornada Mundial del Enfermo. Y ante este misterio de amor que se hace tan verdadero en lugares como este, que es el primer destino de peregrinación mariana del mundo, descubrimos que «el plan de Dios, incluso en la noche del dolor, está abierto a la luz de la Pascua» como reza un prefacio común del Misal Romano. Y la Santísima Virgen, Madre de los enfermos, permanece al lado de nuestras cruces, dándole sentido a cada espina y curando cada herida.
A los pies de Nuestra Señora de Lourdes pongo todas y cada una de vuestras intenciones, para que Ella inunde vuestros hogares de una esperanza que nunca defrauda y para que en los ojos de los enfermos y personas mayores encontremos siempre el rostro de Cristo Crucificado y Resucitado y la alegría sin fin del Cielo en la Tierra.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.