Queridos hermanos y hermanas:
Recomenzamos el tiempo cotidiano de la vida y volvemos a la entrega diaria. Y ahí, en este volver a empezar, Cristo se hace verdaderamente presente para recordarnos que debemos santificarnos en el ofrecimiento de la vida, el trabajo, la familia, las alegrías y las dificultades.
Decía san Josemaría Escrivá que «es en medio de las cosas más materiales de la tierra donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres». De esta manera, cuando hacemos del trabajo ordinario un lugar de encuentro con el Señor, todo adquiere un sentido nuevo, sobrenatural, distinto. Hagámoslo con empeño, sin dejar un solo detalle sin cuidar, porque en el Cielo, adonde nos dirigimos de la mano de Dios, no hay trabajo ni planes ni conocimiento ni sabiduría que puedan suplir nuestra labor en esta Tierra (cf. Ec 9, 10).
El apóstol Pablo instaba a la comunidad de Corinto a mantenerse «firme e inconmovible», sin dejar de progresar en la obra del Señor, consciente de que su trabajo en Él no es en vano y «sabiendo que no dejará sin recompensa nuestro trabajo» (1 Cor 15, 57).
Cristo se hace presente, una y otra vez, en el quehacer frecuente de la vida. Ahí nos habla, nos renueva y nos alimenta con su presencia. Por eso, hemos de educar la mirada hacia Él para mirar con ojos nuevos las pequeñas cosas que hacen, de su Reino, un hogar tranquilo, sosegado y apacible de eterna salvación para todos. Mirar para aprender a ver, y viceversa, hasta que advirtamos a Dios en cada detalle, sentido y circunstancia de nuestra frágil existencia.
Cada inicio se convierte en una oportunidad para mirar como el Señor nos mira. A menudo, cuando su presencia permanece escondida entre cientos de detalles frecuentes, me pregunto cómo será la mirada de Jesús cuando habita en nuestros ojos. Y me imagino su rostro, su semblante y su gesto al contemplar el milagro de la vida. Y pienso que esa es la única manera en la que hemos de vivir: aprendiendo a mirar cómo Él lo hace.
Recomenzar desde Cristo es, también, acompañar y dejarse acompañar, acoger a quien acude a nuestro encuentro para buscar una luz o abandonarnos al hermano que aparece para iluminarnos el camino. Empezar de nuevo es ver a Dios en los ojos alborozados del resucitado y en las lágrimas mendicantes del herido, es darles un sentido renovado a los acontecimientos y es buscar la voluntad del Padre en todo aquello que nos sucede. Empezar es vivir el servicio con alegría, es desposeerse de las comodidades que nos encadenan y es amar lo que no siempre nos apasiona.
La vida en Cristo es un milagro que responde a un amor –el suyo– que no se marchita jamás. Cuidar el lugar que Dios ocupa en nuestra vida es el comienzo de una nueva aventura. Cada amanecer, por tanto, ha de revestirse de un deseo renovado que implica vivir la santidad en las pequeñas cosas, en todo aquello que parece insignificante a los ojos del mundo, en lo que por su incalculable sencillez y humildad pasan desapercibidas a los ojos superficiales.
De cara a esta etapa que ahora comienza y de la mano de la Virgen María, os invito a cuidar los detalles que tejen nuestra existencia, hasta que entendamos que nuestra vida «está escondida con Cristo en Dios» (Col 3, 3). Y no hay más camino hacia el Reino que este amor que tantas veces no se puede comprender porque supera toda nuestra capacidad, conciencia y entendimiento.
Aprendamos de María a tener presente al Señor en cada tarea, no nos apartemos de Dios cuando aflore el cansancio y recordemos siempre que el Señor recompensará con el infinito a cada uno por el bien que haya hecho (cf. Ef 6, 8).
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.