Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta
Queridos hermanos y hermanas:
La semana pasada, Madrid acogió el Congreso de Vocaciones ¿Para quién soy? Asamblea de llamados para la misión, que congregó a más de 3.000 participantes de todas las diócesis de España, congregaciones, movimientos y demás realidades eclesiales, con una importante presencia de nuestra Iglesia burgalesa.
El encuentro, que se celebró en torno a la Palabra, la comunidad, el sujeto y la misión, fue recorriendo estos cuatro itinerarios con la intención de proponer la vida como vocación frente al individualismo y la falta de conciencia de la propia misión que imperan en la sociedad actual. La propuesta era clara: en un tiempo donde todas las vocaciones son esenciales para la comunión y la misión de la Iglesia, hemos de presentar a la persona principalmente como un don.
Sólo en la medida en que se vive como don, se descubre el sentido. Una premisa que, indudablemente, conlleva las dimensiones comunitaria, eclesial y social en la vida de todo cristiano: el servicio a los demás nace de entender la vida como una respuesta a la llamada de Dios y a las llamadas que percibo de quienes nos rodean.
Con el objetivo de avivar en el Pueblo de Dios el deseo y la necesidad de las vocaciones, el congreso se planteó como un interrogante que ha de acompañarnos durante todos los días de nuestra vida: ¿Para quién soy?
Esta es la pregunta que hace el Papa Francisco en la exhortación postsinodal Christus vivit (286), para intentar unir dos inquietudes del corazón humano, la identidad y el sentido de la vida. «Soy una misión en esta tierra» (EG, 273) es la síntesis que las reúne. Así, la pregunta sitúa la búsqueda de respuesta en el ámbito del discernimiento que se realiza en la Iglesia, como una gran asamblea de llamados por distintos caminos vocacionales.
«Para quién soy» es una pregunta fundamental, el antídoto contra el aburguesamiento que tantas veces nos tienta. Cada uno de nosotros busca en Dios un amor que, nacido de sus entrañas, encuentra en Él el sentido más profundo de la existencia (cf. Gaudium et spes, 22). La Iglesia, fiel a este compromiso, cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, «da al ser humano su luz y su fuerza por el Espíritu Santo» a fin de que «pueda responder a su máxima vocación» y que «no ha sido dado bajo el cielo otro nombre en el que pueda ser salvado» (GS, 10).
Sólo de esta manera, promoviendo todas las formas de vida cristiana en comunión, mirando el mundo desde esta perspectiva, podremos comprender la vida como vocación y misión, las dos caras de una misma moneda.
El Espíritu nos alienta a responder a sus inspiraciones. Y, en ese aspecto, como en todos los de la vida, la fe adquiere un papel esencial, pues manifiesta el plan divino sobre cada uno de nosotros. «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios» (GS, 19). Y en esta unión por el amor consiste la santidad que es la vocación fundamental de todos. Desde su mismo nacimiento, cada uno de nosotros «es invitado al diálogo con Dios (…) Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador».
Dios nos eligió como pueblo suyo. Y lo hizo porque Él mismo, encarnado en Jesucristo, participa de nuestra vida y nos enseña a vivir la vocación a la que nos ha llamado. Si el Hijo de Dios, quien nos ama infinitamente, se entregó por nosotros (cf. Gal 2, 20), hagamos nosotros lo mismo amando a todos, incluso a nuestros enemigos, haciendo el bien a quienes nos odian y orando por los que nos persiguen y calumnian (cf. Mt 5, 43-44).
Sólo así, de la mano de la Virgen María, descubriremos que somos para Él y, desde Él, para los demás, y que nuestra misión es llevar la luz del Evangelio hasta los confines de la Tierra. Porque el Señor nos hizo para que seamos eternamente suyos y, parafraseando a san Agustín, nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en sus manos.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.