Escucha el mensaje de Mons. Iceta
Queridos hermanos y hermanas:
En esta fiesta de Pentecostés, el Espíritu del Señor renueva nuestros corazones y, si nos revestimos de confianza humilde y permanecemos con el alma desnuda y los pies descalzos, nos hace misioneros de su Palabra. La Iglesia, con la solemnidad de Pentecostés, celebra el Día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar.
Juntos anunciamos lo que vivimos, reza el lema para esta jornada en la que los obispos de la Comisión Episcopal para los Laicos, Familia y Vida invitan a todos los bautizados a proclamar el Evangelio, siendo fieles a la misión que Jesús nos encomendó y «que se lleva a cabo con la fuerza del Espíritu Santo». Asimismo, nos impulsan a tomar conciencia «de la importancia del anuncio explícito de Jesucristo, con palabras y con obras».
Fieles a la promesa del Primer Anuncio, que nos pone en comunión con el Padre y con Jesucristo para que pregonemos lo que hemos visto y oído (cf. 1 Jn 1, 3), hemos de revisar los esquemas pastorales y anunciar el kerigma, dejándonos guiar por el Espíritu, hasta ocupar el lugar que Él sugiere: «Id al mundo entero y anunciad el Evangelio a toda la Creación» (Mc 16,15).
La venida del Espíritu Santo supuso el comienzo de un nueva etapa apostólica, un camino admirable de la acción de Dios: el aliento a todas las almas del mundo que susurra hacia un Pentecostés eterno como una ola imparable de gozo.
Pentecostés es una llamada a la confianza que sopla donde y como quiere (cf. Jn 3, 8), porque «el Espíritu de Dios aletea por encima de las aguas» (Gn 1, 2) para movernos según el lugar donde desea situarnos, para suavizar nuestras durezas y fecundar nuestra sequedad. Y, como Pueblo de Dios, nos pide que no nos resistamos, que nos dejemos desinstalar, que nos fiemos en medio de la incertidumbre que nos zarandea en tantos momentos de nuestra vida.
El Espíritu que ungió a Jesús para anunciar la Buena Noticia a los pobres (cf. Lc 4, 18) anhela ablandarnos y hacernos dóciles a su acción hasta fundirnos en su fuego. Pero, para ello, hemos de insertarnos en las nuevas formas de comunicación y que destacan los obispos en su misiva: «No podemos obviar que el núcleo del primer anuncio es comunicar el kerigma, es decir, hay un contenido que debemos transmitir y lo tenemos que hacer con lenguajes adecuados a aquellos con los que se dialoga».
Un desafío que encuentra su primera condición en el testimonio: si somos testigos del Evangelio del Señor y vivimos acorde a esta llamada personal que Él pone en nuestro corazón, hemos de anunciar al Maestro con nuestro modo de ser, y de estar y, en definitiva, de servir. «Estamos llamados a anunciar lo que vivimos o, mejor dicho, al que es la Vida, Jesucristo –destacan los prelados en el mencionado documento–, en medio de las situaciones de muerte, de tristeza o de falta de esperanza que hay a nuestro alrededor».
Misión que corresponde, de manera muy especial, a los laicos: a vosotros, que habéis sido llamados «de un modo propio y peculiar» (Lumen gentium, 31) a ser apóstoles del corazón del Evangelio en aquellos lugares donde se haya instalado la tristeza, el desánimo o la desesperanza.
Vuestra vocación laical, comprometida en la misión evangelizadora de la Iglesia, no tiene miedo a dejarse guiar por el Espíritu Santo, pues es consciente de que «la santidad no te hace menos humano» porque «es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la Gracia» (Gaudate et exsultate, 34). Y solamente cuando uno es consciente de que ha sido llamado para trabajar por el Reino de Dios, entiende el sentido de la vocación y se siente realizado a través de un estado de vida que articula y da sentido a la existencia. Y este compromiso que adquirís y que realizáis por el Evangelio de una manera extraordinaria y sobresaliente, os hace santos e irreprochables ante Dios por el amor (cf. Ef 1, 4).
Que el Espíritu Santo que cubrió con su sombra a María (cf. Lc 1, 35), cuando Ella dijo sí, os acompañe e ilumine para que seáis signo visible del amor de Dios para todos.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.