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Escucha aquí el mensaje de Mons. Iceta

 

Queridos hermanos y hermanas:

Decía san Hilario que «todo lo que le sucedió a Cristo nos muestra que, después de la inmersión en el agua, el Espíritu Santo viene sobre nosotros desde las alturas del Cielo y que, adoptados por la voz del Padre, nos convertimos en hijos de Dios». Tan grande es la gracia de este don que, indefectiblemente, la entrada para formar parte de la Iglesia se realiza por medio del Bautismo. En ese momento, lavados por el agua que nos introduce en el Reino inmortal, nos convertimos en testigos y misioneros de Jesús, en miembros del Cuerpo místico y del Pueblo de Dios que es la Iglesia. A partir de ese momento, glorificados por Él, recibimos el derecho y el compromiso de participar en la misión que tiene la Iglesia de anunciar y comunicar la salvación obrada por Jesucristo con su muerte y resurrección, hasta que podamos llegar a la plenitud de la vida en Dios.

Este nuevo nacimiento en Dios Padre nos recuerda que realizar esta misión es tarea de todos los bautizados. Y como la Iglesia se concreta en esas porciones de Pueblo de Dios que, bajo la guía pastoral del obispo, llamamos diócesis, la misión de cada Iglesia diocesana corresponde a todos los que formamos parte de esta gran familia, según su específica vocación y los carismas recibidos.

En la Iglesia, como sucede en el cuerpo humano, hay muchos miembros; «así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo y somos todos miembros unos de otros» (Rm 12, 5). Fieles a esta enseñanza del apóstol Pablo, cada uno desempeña una tarea dentro de la misión compartida y del carisma que Dios le haya querido proveer.

En estos momentos de la historia se percibe con mayor nitidez que la vocación no circunscribe, como se hacía con frecuencia, al ámbito de los sacerdotes y religiosos, sino que afecta a todos los miembros de la Iglesia. En el fondo, la vocación es el proyecto que Dios tiene para cada persona y el modo concreto en que cada uno responde a ese amor ofrendado en esa llamada. A ella ha ordenado todas sus cualidades y talentos: «Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que pueda salvarse» (Gaudium et spes, n. 10).

La Iglesia, fundada en el amor del Redentor a la luz del Evangelio, no se cansa de concienciar sobre el sentido de la llamada. Por eso, el descubrimiento y la realización de la propia vocación es decisivo para que la persona se realice en plenitud y alcance la felicidad, porque «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios» (Gaudium et spes, n. 19).

Es urgente, por tanto, promover una cultura vocacional para que cada bautizado descubra a qué tarea de la misión de la Iglesia ha sido llamado. Pero no como un privilegio, sino como un servicio: «La tentación quizá más grande es la de considerar la llamada recibida como un privilegio, por favor no, la llamada no es un privilegio, nunca», destacó el papa Francisco durante una audiencia pronunciada a finales del año pasado. «Nosotros no podemos decir que somos privilegiados en relación con los otros, no –continuó–. La llamada es para un servicio; y Dios elige a uno para amar a todos, para llegar a todos». No es ocasión, por tanto, para dar cabida a la vanidad, sino para agradecer a Dios todos los dones con los que nos ha bendecido y a tantos miembros de nuestra archidiócesis que han respondido con una generosidad inigualable.

Fiel a esta misión, la Iglesia que peregrina en España celebrará el próximo mes de febrero un Congreso Nacional de Vocaciones con el fin de que cada bautizado se pregunte si Dios le llama al matrimonio, a la vida consagrada, al sacerdocio, al compromiso misionero o a tantos carismas que el Espíritu Santo suscita cada día en la Iglesia.

El Día de la Iglesia Diocesana nos recuerda la corresponsabilidad de todos en su vida y misión. Y unidos por este lazo que brota del corazón de Cristo, quiero recordar a todos los hermanos nuestros, tanto fallecidos como familiares y amigos, que –impregnados por el más absoluto dolor– han sufrido las consecuencias de las inundaciones tras el paso de la DANA. Somos conscientes de que cualquier detalle que ofrezcamos nunca será suficiente para paliar vuestro sufrimiento, pero estamos con vosotros, acogiendo vuestra tristeza y haciendo nuestro vuestro calvario. Contáis con nuestras manos, con nuestras vidas, con nuestra ayuda, con nuestra oración. Pedimos a la Virgen María, quien ahora sufre a vuestro lado, que bendiga cada una de vuestras lágrimas hasta que una nueva tierra llena de esperanza vuelva a florecer bajo el barro de vuestros pies.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos